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En 2016 fue una de las palabras más buscadas en la RAE. Procrastinar, que proviene del latín ‘procrastinare’, significa ‘posponer hasta mañana‘ y es uno de los grandes males de nuestro tiempo, enemigo número 1 de la productividad.

Según el investigador y profesor de la Facultad de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid Juan Francisco Díaz Morales, hay tres tipos de procrastinadores. Por una parte, quienes aplazan las tareas por miedo al fracaso, porque no quieren someterse al juicio de los demás o incumplir las expectativas ajenas.

Por otra, quienes creen que pueden gestionar bien su tiempo y que dejar para lo último ciertas tareas no tiene importancia ya que podrán hacerlas a la perfección en el último minuto. Son aquellos que siempre dicen que la presión les motiva.  Por último, los indecisos. Este grupo procrastina porque no sabe cómo enfrentarse a una tarea y la van dejando para más adelante.

¿Cuál es el problema? Según la Universidad de Harvard, que estamos hechos para procrastinar. Vemos las tareas como un esfuerzo presente y la recompensa, como un futuro intangible. Por lo tanto, ¿cómo podemos invertir esta ecuación para hacer más cercano el beneficio y menor el esfuerzo?:

– Visualizar lo importante que será terminar esa tarea. Ante su lista de to-do’s, imagínese a sí mismo sabiendo que ha hecho todas esas llamadas, terminando ese informe, contestando los mails… Hay que regodearse imaginando la satisfacción del trabajo terminado, de ser productivos, de marchar a casa con la sensación de haber aprovechado el día.

– Poner fechas y momentos límite de forma pública. Comprometerse ante el equipo con una fecha de entrega interna es una buena manera de saber que sí o sí hay que ponerse con ello, porque además nos ayudará a sentirnos responsables ante el resto de nuestros compañeros y a ser percibidos como profesionales que se toman en serio su trabajo.

– Aislarnos de lo que nos distrae. Tengamos el valor de meter el móvil en un cajón, de coger el ordenador y trabajar desde una sala sin gente, de desconectar el cable de Internet y bloquearnos durante una hora. Quizás cueste al principio, pero ser tajantes con nuestras distracciones nos ofrecerá unos minutos de desasosiego y horas de trabajo sin interrupciones. Cuando veamos los resultados, lo haremos más veces.

– ¿Qué pasaría si no hiciera esta tarea? Dedicar un tiempo a evaluar los posibles problemas de no hacer ciertas cosas puede ayudarnos a encontrar el impulso necesario para sí hacerlas. Por ejemplo, si no nos documentamos para una reunión, no podremos contestar bien las preguntas, daremos impresión de poco profesionales y de no respetar a las personas que vienen a reunirse con nosotros, haremos que la reunión dure más de lo previsto, se tomarán decisiones que quizás no están maduradas y que quizás nos afecten de forma negativa…

– Deshacer las tareas u objetivos en pequeños pasos. En ocasiones, lo que tenemos que hacer es tan grande y complejo que la indecisión nos invade porque no sabemos por dónde atacar. En vez de pensar en cómo hacer el informe balance del año, dividamos en pequeñísimas tareas. La primera quizás sea documentarse y eso puede traducirse en mandar un mail a la persona adecuada. Apuntemos en nuestra lista ‘pedir documentación’ en vez de ‘informe balance’ y así, tacharemos una tarea y nos sentiremos más motivados para la minitarea 2.

– La regla de los dos minutos es un clásico en métodos de gestión populares y si lo es, es porque funciona. Agrupa las tareas que consideras que puedes tardar entre 2 y 5 minutos en hacer y atácalas entre otros bloques de trabajo más largos. Así, sentirás que de golpe has adelantado mucho por hacer y además, vaciarás tu lista de cosas pendientes.

– ¿Y si repartimos tareas con pequeños premios? Por ejemplo, podemos obsequiarnos con un disco o un libro que nos apetezca tener cuando acabemos el informe que tenemos entre manos. O llevarnos el ordenador a una cafetería agradable para trabajar degustando nuestra bebida predilecta.

Terminado es mejor que perfecto. Hay quien por pura indecisión no sabe cuándo ha llegado el momento de poner punto y final a una tarea. Duda en qué puntos podría ser mejor, dónde profundizar más, si estaría bien consultar a alguien más… Y la tarea se eterniza. Fijar plazos de entrega basados en el tiempo que realmente nos debe llevar un trabajo en concreto y ceñirnos a ellos nos ayudará a dar por acabadas las tareas.

Si conseguimos adaptar todos estos pasos a nuestra rutina laboral, es posible que nos sorprendamos de los resultados. Cuando invertimos en nuestro bienestar y potencial, nuestros límites se diluyen.

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